Repasando documentación para un trabajo me he encontrado esto. Es una realidad que se da todos los días en la sociedad española. y solo con transmitir testimonios como este testimonio, podríamos tener la oportunidad de cambiar las cosas en problemáticas como esta.
DERECHO A SUFRIR
Ustedes
todavía no lo saben, pero yo aborté. Sí, me sometí a un aborto. Mi hijo tenía
graves malformaciones, que comprometían su normal desarrollo. Vamos, que la
vida tal y como nosotros la concebimos y la conocemos, para él no era ni tan
siquiera un sueño. Aún recuerdo la impresión gigantesca de ver su médula
flotando en el líquido amniótico, como el aceite en el agua, pero con los colores
brillantitos esos de las ecografías modernas, y el impulso de tirarme en ese
mismo momento al suelo, a chillar, a patalear. Sé que volví la cabeza para no
ver más. “Si no quieres que te enseñe su carita, dímelo”, pero yo ya no oía
nada, sólo quería salir corriendo. Oía mi propio llanto. No sabía ni dónde estaba,
ni qué hora era. Estábamos confirmando un diagnóstico que mi ginecóloga en una
visita de rutina nos había apuntado esa misma tarde. Ella nos había preparado
para algo gordo, pero aun así el verle chupándose el dedito, ajeno al horror
que nosotros sí veíamos en la pantalla fue de un impacto emocional insoportable.
Mi
marido me decía que no llorara, pero mi mente yo ya no sé dónde estaba. El
ginecólogo hablaba de que nunca podría andar, nunca controlaría sus esfínteres,
tendría un severo retraso mental,... lo normal cuando a un bebé no se le
cierran seis vértebras. Las tenía abiertas en libro, y por esa abertura, la
médula se había ido saliendo, tirando a su vez del cerebro que por si Vds. no
lo sabían, se une a ella a través del bulbo raquídeo. Su cerebro estaba ya
comprimido en la base del cráneo, aplastado, destrozadito. Sus aspiraciones,
sus pensamientos, sus ideas, sus capacidades, sus ilusiones…en una palabra, su
vida, todo fuera de su sitio, colándose por la columna como por un sumidero.
Nunca olvidaré esas imágenes ni el horror que me produjeron. Es difícil de
explicar cómo tu mente entiende la lógica incompatibilidad de esas lesiones con
la vida normal, a la vez que tu corazón se resiste y dice “¡nooooo!” El hombre
ha llegado a la luna, hablamos por móviles sin cables, hay inventos para todo.
¿Cómo esto no tiene remedio, cómo no hay vuelta atrás? Yo también había visto
por Internet esa imagen de una niña operada de espina bífida en el vientre de
la madre. Pero ese, por desgracia, tampoco era nuestro caso, y nuestro niño no
era operable. Lo teníamos todo perdido.
Al
día siguiente, con nuevas fuerzas fuimos al Hospital a seguir preguntando, y de
algún modo a prepararnos para cómo iba a ser nuestra vida. De camino, en el
coche comentábamos que al fin y al cabo hay mucha gente que no puede andar, y
tiene dificultades, y no pasa nada. De broma (incluso en esos momentos hay
sitio para el sarcasmo) decíamos que no hay que ir andando siempre. Sin
embargo, una vez en el hospital, el sólo planteamiento de que queríamos seguir
adelante y esperar a que la situación se resolviera por sí misma (“si las
lesiones son tan graves, ¡ya se morirá!”) parecía un agravio. Ya, decir que íbamos
al menos a intentar luchar por nuestro hijo era imposible de plantear. Con
cariño pero con firmeza nos dijeron que estábamos locos, que no sabíamos lo que
estábamos diciendo, ni de lo que estábamos hablando. Aun así fui a neurocirugía
y planteé la posibilidad: ¿qué habría que hacer si esas lesiones no se hubiesen
descubierto hasta el día del parto? (Pues en realidad, yo pasé sin problemas el
“pliegue nucal”, el triple screening, la ecografía de las 20 semanas… y nadie
detectó nada) En otras palabras:
¿Qué
pasaría si yo no aborto –no “interrumpo el embarazo”- y me presento aquí el día
del parto? El neurocirujano me dijo, una vez más con cariño, que sería algo
excepcional puesto que, de entrada, tendría que ser un parto programado entre
los equipos de ginecología, pediatría y neurocirugía. Y no se había dado
todavía el caso de un parto programado de esas características.
No
me daba miedo. Siguiente paso. No tengo la menor esperanza de salvarle la vida.
Sé que se va a morir, pero cuando nazca me lo llevaré a mi casa, y que se muera
con su hermana, con su padre y con su madre. En su casa y en su cama. Otra vez
la dulce oposición: “No te lo puedes llevar a tu casa, si llegara a nacer,
tendría que estar por lo menos tres meses ingresado. Tendríamos que hacer lo
posible para mejorar, aunque sea ínfimamente, su existencia. Ten en cuenta que
ahora no puede nacer (yo estaba en la semana 22, de casi 5 meses) y sus
lesiones habrán evolucionado a peor. Para entonces tendrá las extremidades
inferiores deformadas por la ausencia de movimiento que haya tonificado sus
tendones y músculos, y esas deformidades se reparan en no menos de 9 o 10
operaciones. Y esa es la parte fácil.
En
el cerebro hay que colocarle una válvula que drene el líquido y alivie la hidrocefalia;
hay que romper el cráneo para que lo que queda de cerebro se pueda expandir y
podamos salvar algo de él; y la lesión de la columna hay que cerrarla. Vamos,
si nace, a tu casa no te vas.”
A
contrarreloj me puse a buscar a cualquiera que me pudiera ayudar, animar,
arrojar luz en ese túnel. Al mismo tiempo, no quería decir nada a la persona
equivocada para que nada ni nadie me condicionase.
Estaba
aturdida, pero tenía las suficientes luces como para intuir que, hiciera lo que
hiciese, aquello iba a pesarme durante mucho tiempo. No estaba dispuesta a
soportar un mal consejo. Con todas las consecuencias, haría lo que yo creyese.
Si me equivocaba, iba a ser yo quien cargara con las consecuencias. Hablé con
un neurocirujano por teléfono. Me pidió que le leyera el diagnóstico y algunas precisiones
técnicas. Yo le expuse mi “teoría del perrito”, según la cual mi perro, del que
yo no albergaba la menor esperanza de que se hiciese médico ni ministro ni
astronauta, y además era tonto, vivía con nosotros en una relación de total
dependencia y feliz con ello. Él era feliz y nosotros también. Mi perro sabía
cuál era su casa, su padre y su madre. Pues bien, yo estaba resignada a que ese
fuera el horizonte intelectual de mi hijo. Me conformaba con que supiera que
tenía un padre y una madre, y que le queríamos. Que no iba a estar solo. A
semejantes planteamientos, el neurocirujano me contestó enfadadísimo “tu hijo
no va a conocer nada de eso; tu hijo sólo va a conocer sufrimiento y dolor. Es
más, cuando yo veo esos niños, que sus padres los han traído al mundo sabiendo
cómo venían, me dan ganas de hacerles a los padres lo mismo que tenemos que
hacer a sus hijos, para que fuesen realmente conscientes de las consecuencias.”
Aquel “sólo va a
conocer sufrimiento y dolor” me hirió tanto, que sentí
como si me hubiesen clavado una espada sin sentirla, como si hubiera empezado a
morirme poco a poco.
Así
me fui rindiendo y el impulso inicial de luchar y de, al menos, intentarlo se
fue diluyendo. Soy una persona creyente y le rogué al Señor “Aparta de mí este
Cáliz. Ahora bien, si ha de ser así, te pido fuerza para resistir esto.” Me
encomendé a la Virgen María para que me ayudara a acompañar a mi hijo en ese viaje,
al igual que ella lo hizo a los pies de la cruz. Recuerdo cómo ni dormí “hablando”
con mi hijo y preparándole para el destino que ya no podíamos evitar. El camino
lo haríamos juntos, no le iba a soltar la mano, iba a estar con él hasta el
final. En un alarde de soberbia le dije a Dios que aceptaba mi destino, me
resignaba, lo aceptaba si ésa era Su voluntad. Pero por favor que me devolviera
a mi hijo. Que mi hijo volviera, que me lo enviara más adelante. ¿Por qué tenía
mi hijo que sufrir ese destino? ¿Qué había hecho de malo mi hijo?
Una
vez asumido que no podíamos seguir, preparamos los papeles para irnos a Madrid.
Me preparé mentalmente para el impacto y me concentré en resistir. Al menos que
no me muera, que pueda cuidar de mi hija. La visita a la clínica merece un
capítulo aparte. Pero sí quiero incidir en lo sórdido que me resultó. Solo
recuerdo colores blancos y grises. Lo cierto es que me trataron con cariño y
muy bien. Una enfermera me dijo que yo “era distinta de las demás”, no sé si se
refería a que yo iba a la fuerza y el resto no, no le pregunté. Esos recuerdos,
los de la clínica, son los que tengo más desordenados, no sé qué pasó antes y
qué después. Recuerdo a una niña flanqueada por sus padres. La recuerdo con una
sonrisa boba, como quien va de visita al museo. Recuerdo cuando el niño dejó de
moverse, finalmente, recuerdo cómo al cerrar los ojos mientras arqueaba la
espalda para la epidural, me vi ante un abismo negro y frío “¿Qué he hecho? ¡He
matado a mi hijo!”. Yo no lo sabía, pero en aquel momento empezó mi síndrome
post aborto. Luego vino el parto. Si, te puedes hacer a la idea de que tu hijo
no va a vivir y todo lo que tú quieras, pero el cuerpecito no se esfuma por
arte de magia, ni se reabsorbe por el cuerpo: hay que sacarlo. Y a mí, como a
toda mujer embarazada, también había que sacarme el mío, solo que el mío ya era
grandecito y tuve que parirlo, como en un parto normal, con oxitocina, con
contracciones y por supuesto, con dolor.
No
sé tampoco si Vds. lo saben, y a este paso parece que les estoy examinando,
pero existen estudios psicológicos que evidencian que cuando unos padres
pierden a un hijo antes de nacer, sienten igualmente esa pérdida, la rotura de
ese vínculo. La diferencia entre los que pierden un hijo que simplemente muere
y los que abortamos, es que nosotros tenemos la sensación de haberles abandonado.
La vuelta a casa fue mortal. Todo había pasado tan rápido (de jueves a martes)
que no habíamos tenido tiempo de quitar todas las cosas de bebé de mi hija
mayor que aún no habíamos guardado, esperando a que naciera su hermano.
Encontrarme a cada paso con chupetas, pañales, la bañera, biberones…..todo recordándome
que yo iba a tener un hijo, fue muy duro. Y ya para remate, vino la subida de
la leche, aunque había tomado pastillas para ello, se ve que el cuerpo no
entiende de todo esto, y la leche subió exactamente igual que con mi hija
mayor. Eso era la evidencia más grande de que yo iba a tener un hijo. Sano o
enfermo, pero mi hijo. Ya no estaba embarazada. Mi hijo se había ido para
siempre. Y no había podido ni verle, ni tomarle en brazos, ni darle un beso. Me
habían recomendado que no le viera, porque si un feto de cinco meses es
impresionante de ver, un feto de cinco meses con espina bífida es todavía más duro.
Ingenua de mí, hice a pies juntillas todo lo que me aconsejaron. No quiero
poner a nadie en duda, pero desde entonces pienso que a quien le quité desde
luego un sufrimiento fue a los médicos que hubieran tenido que atenderme, si
llego a seguir adelante. Ellos se quitaron un marrón. A mí me echaron encima
una losa.
Los
siguientes días los recuerdo entre llantos, pesadillas, aturdimiento y dolor.
Me dolía todo el cuerpo como si me hubiera atropellado un camión. El stress
insoportable que habíamos sufrido hizo mella en nosotros. Yo traté de “cerrarme”
y soportar simplemente el impacto. Y de ahogar cualquier atisbo de duda: “hemos
hecho lo mejor, no teníamos opción, y desgraciadamente eso era lo único que
podíamos hacer por él. Hay que mirar hacia delante y punto”. Sin embargo,
recuerdo tener ganas de no levantarme de la cama, de dormir indefinidamente y
despertar dentro de diez años, cuando hubiera digerido todo esto. Me costaba
hasta pestañear. No entendía ni procesaba mentalmente nada de lo que me decían,
estaba aturdida y atontada. A pesar de que yo soy muy habladora, me cansaba
incluso hablar, no tenía fuerzas.
Alguna
persona que me encontré me preguntó que qué había tenido, si había sido niño o
niña. Todo el mundo flipaba con la historia, y la verdad es que recibí muchas
muestras de cariño y de pena. Eso me ayudaba, pero tenía un agujero en el alma
imposible de llenar. Empecé a preguntarme si, después de hacerle al cuerpecito
los exámenes pertinentes para saber si lo suyo podía repetirse en más hermanos,
podría recuperar el cuerpecito y al menos enterrarlo, y quise saber si se le
podía bautizar aunque estuviera muerto, pero el cuerpo no era recuperable Tuve
sensación de volverme loca por momentos. Lo único que me mantenía medio atenta
era atender a mi hijita pequeña, de apenas un año. Ella no lo sabe, pero me
salvó la vida.
Prácticamente
tuve que volver a empezar de cero en todo. Había sido un episodio tan
impresionante que me había quedado K.O., desorientada, sin referentes. Creo que
estuve en estado de shock al menos un año y medio. Sin exagerar. Un año y medio
en vacío, del que no recuerdo nada. Sé que uno de mis hermanos se casó, pero no
recuerdo nada más. En blanco. He tardado mucho en ir poniendo las cosas en su
sitio, en poder hacer un juicio sobre todo lo que pasó y cómo debería haber
sido según mi modesta opinión. Ha sido como un “ir despertando”, y todo ello me
ha ido dando una medida del sufrimiento al que nos vimos sometidos, la
salvajada tan grande que supuso, y, sinceramente, lo injusto que fue todo. El robo
de algunas cosas intangibles como nuestro derecho a sufrir, como nos dé la
gana, el destino que por gracia o desgracia nos había tocado. Y el robo de
nuestro derecho inalienable como padres de besar, abrazar y ver a nuestro hijo.
Sano o enfermo. De enterrarle. ¡De ponerle un nombre! ¿Quién era mi hijo, el cuerpecito
número 27? No es justo. Cuando no es posible curar, hay que ayudar a morir. No
somos, todavía, tan inhumanos.
De
aquella experiencia saqué algunas conclusiones. La primera fue que los
problemas se dividen en dos tipos: los contratiempos normales de la vida
cotidiana, en los que alguien te puede echar una mano, orientar, ayudarte a
pasar el trago; y aquellos otros a los que te tienes que enfrentar tú sola: A
solas tú y el marrón que te toque. Nadie te puede ayudar. Y esos, sólo esos,
son problemas de verdad. Esa misma conclusión es la que me hace tratar de
educar a mis otros hijos para que sean fuertes, resueltos, independientes y
capaces: que afronten en su vida lo que les toque; y que lo hagan con el mayor
número de armas y de fortalezas personales que yo sea capaz de transmitirles:
lo único de lo que se podrán servir llegado el momento.
Ésta
es mi experiencia. No trato de convencer a nadie para que no aborte. Yo misma lo
hice, y entiendo que pueda parecer una salida. Sin embargo, mi conclusión es
que quizá sea mejor afrontar serenamente lo que se presente: la vida es más
compleja a veces de lo que parece, y vivimos en un mundo muy cómodo. Creemos
que se puede hacer todo, pero abortar no es devolver el recibo, o no confirmar finalmente
el encargo. No es un viaje hacia atrás en el tiempo. La vida avanza hacia
delante, y el aborto tendrá a su vez, sus propias consecuencias. Cuando un
embarazo se ve como algo difícil de asumir, lo que hay que hacer es ayudar.
No sabes la tristeza tan grande que siento después de leer este testimonio. Qué pena que la madre no encontrara a otra madre con un hijo discapacitado para que le explicara que SÍ se puede encontrar la felicidad en medio del sufrimiento, y que tu hijo enfermo recibirá todo el amor del mundo de sus padres y será nada comparado al que ellos mismos recibirán.
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